Madre…
por
qué tu pensamiento
lo
ha convertido todo en lluvia…
Por
qué tus manos suaves
acarician
los dientes
que
hay en mi corazón.
Te
recuerdo de pie
abrazándome
el miedo
con
tu cálida trenza
en
las tardes de leche.
Y
recuerdo también
la
huída de los pájaros
hacia
las azoteas
del
último columpio.
Madre…
Por
qué ha de ser así
cuando
el tiempo nos mira…
Tu
espalda está inclinada
sobre
el anochecer.
Y
no encuentras las rosas
que
he venido a pedirte.
Te
recorro los huesos
con
mi amor despeinado
y
veo tus manos llorar
sobre
un calcetín roto.
Te
regalo una piedra
que
pesaba en mi pecho
y
te brillan los ojos
desde
tu acantilado.
Madre…
Ya
no sabes quién soy
ni
siquiera quién eres.
Desarmas
la estructura de mi alma
inventando
unos nombres
que
no llaman a nadie.
Te
empeñas en jugar
a
que nada te duele
mientras
se reverdece
la
herida anaranjada
del
cielo de la tarde.